sábado, 6 de marzo de 2010

EL MAR ESTABA EN CALMA


El mar estaba en calma. Las olas perezosas iban y venían lamiendo la arena de aquella playa solitaria. Me eché boca arriba en su arena reluciente, totalmente relajado. Me dejaba acariciar por la suave brisa  que reinaba en aquel lugar mágico y solitario, apartado de cualquier mirada indiscreta. De vez en cuando, el graznido de una gaviota osaba enturbiar el sobrecogedor silencio que reinaba en el entorno, haciéndome levantar la vista al cielo. Los rayos del sol descendían, perpendicularmente, como si de espadas relucientes de acero se trataran, penetrando en aquellas aguas transparentes como un mar de plata. Los recuerdos fluían en mi mente, yo los creía lejanos pero allí estaban, frescos como el primer día. Una barca se balanceaba en la cresta espumosa de aquellas olas que iban y venían, rompiendo mi placentero sosiego. Como si no tuvieran nada más que hacer que atormentarme los oídos, con el ronquido de su motor que sonaba como una triste melodía. La barca se veía vieja, descuidada, cansada de surcar aquellas tranquilas aguas. Una pareja de enamorados me saludaba jubilosamente con las manos diciéndome adiós, parecían felices. Poco a poco, el sonido de aquel motor envejecido por los años se fue alejando. A medida que esto sucedía, todo volvía a la normalidad. De nuevo me asaltaron aquellos recuerdos. Entorné los ojos, pensaba en ella.
Teníamos quince y catorce. Era un ser divino, su cabello como la seda, de un dorado deslumbrante. Mis dedos se enredaban en aquella cabellera de ensueño, su cara sonrosada se asemejaba a una diosa, sus ojos negros, resplandecientes como estrellas en una noche nítida de verano. Nos dejábamos llevar por nuestros impulsos, pensando que aquel amor que afloraba de lo más profundo de nuestro ser, nunca se marchitaría. Éramos felices, nos conformábamos con estar el uno cerca del otro, dejar que el mundo corriera sin importarnos en que dirección. Solo estábamos ella y yo siguiendo un mismo rumbo, el que nos dictaba el corazón.
Escuché una sirena. Semiinconsciente, abrí los ojos. No muy lejos, un barco surcaba el mar dejando una estela. A su costado creí distinguir algún delfín que jugueteaba con las olas de espuma que formaba aquel barco al navegar, devolviéndome a la realidad. Estaba solo, las olas seguían con su ir y venir, tan tranquilas como antes. El sol se ponía detrás de aquellas montañas que se erguían desafiantes, como buenos vigilantes, todos los días de todos los años.
Había llegado la hora, tenía que marchar. Después de desperezarme, me puse a caminar lentamente. No dejaba de pensar en lo bonitos que pueden ser los  sueños si te dejas arrastrar por ellos. Caminaba hacia mi casa, meditando lo que había vivido aquella tarde. Había gente por todas partes, parejas de enamorados transmitiendo felicidad a los transeúntes que, como, yo los observaba. Daban rienda suelta a ilusiones que solo ellos compartían. Yo seguía mi camino como un sonámbulo, cabizbajo, pensativo. Aquella tarde me había traído recuerdos que yo creía olvidados, en lo más profundo de mí corazón.
Casi sin darme cuenta, me encontré a las puertas de mí casa. Volviendo a la realidad, con mano firme abrí y grité, “¡Lucia, donde estás!”. De dentro, salió una voz fácilmente reconocible para mí, “Estoy en el dormitorio de los niños. ¿Cómo es que vienes tan tarde?”, me recriminó. “Ya te contaré. ¿Dónde están los niños?”. “Jugando en el jardín. No paran de hacer travesuras. Ve a jugar con ellos, a ver si los distraes mientras preparo la cena”.
Salí al jardín, y allí estaban, muy animados con sus correrías y juegos.
- ¡Papá, papá! -gritaron al verme- ¿Por qué no juegas?
Me lanzaron la pelota.
- ¡Chútala fuerte, papá!
- ¡Hola hijos! ¿Cómo habéis pasado la tarde? Me dice mamá que no habéis parado de hacer, que sois incansables.
- No papá, ya sabes como es mama, quiere que nos estemos quietos, que hagamos muchos deberes... Pero nos hemos portado bien.
De pronto, se escuchó una voz desde la cocina.
- ¡Papa, niños, la cena os espera! ¡Lavaros todos las manos!
En la cena comentaron las anécdotas del día, sobresaliendo las de los niños. Todos estaban contentos por lo que había acontecido aquel día. Como estaban muy cansados, los niños decidieron irse a descansar pronto, ya que les esperaba otro día muy largo.
Les dieron las buenas noches, haciéndoles prometer que al día siguiente tendrían que jugar con ellos. Cuando quedaron solos, se acomodaron en el sofá dándose un beso apasionado. Quedaron unos momentos en silencio. De repente, rompiendo aquel momento de sosiego, ella pregunto.
- ¿Qué era lo que me tenías que contar?
- Bueno,  nada que tenga importancia, me he dedicado a pasear y recordar cosas vividas y tú estás muy presente en estos recuerdos. Hoy he terminado la faena un poco antes y me he dicho, ¿por qué no me doy un paseo por lugares que me traen buenos recuerdos?  Paseando tranquilamente y sin darme demasiada cuenta, ¿sabes a  dónde he ido a parar? ¡Ni te lo imaginas! ¿Te acuerdas de aquella playa que de novios solíamos visitar? Inmerso en mis  pensamientos, hasta allí he ido a parar. ¡Qué tiempos aquellos!
- Sí querido, cuán felices somos y qué regalo nos ha dado la vida. Dos niños preciosos, fruto de nuestro amor y alegría de nuestras vidas.
- Sí cariño, qué rápido se nos ha pasado el tiempo. Parece que fue ayer cuando nos conocimos. Por cierto, este sábado que viene, por la mañana temprano, cogeremos a los niños, nos marcharemos los cuatro a aquella playa solitaria. Los niños lo pasaran a lo grande y nosotros podremos revivir las historias de aquellos años felices cuando frecuentábamos aquellos parajes  
- Sí, lo dejamos todo preparado y seguro que pasaremos un día agradable.
Se cogieron de la mano, entrelazaron sus cuerpos y como dos adolescentes...
AGUSTÍN RUEDA  3/ 8/ 2009

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