jueves, 14 de enero de 2010

LA ABUELA DEL BOSQUE




El pueblo se veía solitario. Eran las tres de la tarde de un sábado de agosto. Hacía un sol de justicia que se desplomaba con sus rayos incandescentes. Derretía todo lo que encontraba a su alcance. Las puertas de las casas se encontraban, como cada día por esta época, entornadas. Los vecinos dormitaban con un sueño relajante. La calzada desprendía una ligera neblina, confundiéndose con los rayos del sol. El calor sofocante se había adueñado de todos los hogares. En la calle no se veía un alma. Un perro aprovechaba la sombra de un árbol centenario que había en la plaza mayor para echar una cabezada. De vez en cuando, abría los ojos, dando una fuerte sacudida de cabeza para espantarse alguna mosca molesta que  importunaba su sueño. Cambiaba de postura desperezándose y volvía a abandonarse en medio de aquel calor sofocante que amenazaba con no dejar descansar a los vecinos de aquel lugar. 
De pronto, aparecieron un grupo de niños. Iban calle arriba, haciendo mil y una travesuras, riendo, alborotándolo todo con sus juegos y correrías. Aquel animal los conocía bien. Incorporándose de un salto, salió corriendo como alma que lleva el diablo. Sabía lo que suponía que lograran darle alcance. Sería un ensañamiento sin piedad, lanzándole piedras y todos los objetos que encontrasen a su alcance. Cada día que se juntaban los cuatro se repetía la historia. Juan, el cabecilla del grupo, era el más alborotador. Lo que Juan decía o hacía los demás lo secundaban. No osaban contrariarlo si no querían aguantar sus iras y amenazas. Si lograban alcanzarlo, iría a parar con sus huesos a la pila de agua que se utilizaba para dar de beber a los animales, principalmente caballos y mulas que venían del campo sedientos después de una larga jornada de trabajo, con sus dueños, cansados y exhaustos todos los atardeceres, cuando solían acabar las faenas diarias de aquellas tierras abruptas y desagradecidas, no rindiendo lo que aquellas gentes humildes pero trabajadoras se merecían. Así iban pasando el verano.        
Un día, a principios de otoño, apareció por el pueblo una señora. Se veía mayor. Iba sucia y harapienta, andrajosa, descuidada. A la buena anciana se la veía rebuscar repetidamente por los contenedores de basura algo que llevarse a la boca para comer. He aquí que los de la pandilla de Juan encontraron una nueva forma de divertirse a costa de la pobre señora. Cuando los veía aproximarse ya temblaba, no podía correr como ellos y siempre acababan dándole alcance. Se mofaban de ella, la llamaban mendiga, le tiraban de las ropas y le escondían las zapatillas para que no pudiera escaparse.
Así iba pasando el tiempo, sin que nadie de aquel pueblo hiciera nada para subsanar las  tropelías que los niños cometían con aquella pobre anciana sola y desvalida.


Un buen día, por el mes de noviembre, al salir de clase, los niños fueron a jugar al campo. Solían hacerlo. Íban a un bosque que se encontraba a un kilómetro del pueblo. Estaban subiéndose a los árboles y haciendo todo tipo de diabluras, cuando, de pronto, el cielo empezó a oscurecerse. En cuestión de minutos  todo quedó en tinieblas. Los niños no se veían los unos a los otros. La densa oscuridad reinante en aquel lugar dio paso al primer trueno. Sonó como un trallazo, rasgando el silencio de la tarde con un ruido ensordecedor. Instantes después, como si todos los demonios del infierno se hubiesen puesto de acuerdo, empezó a caer agua a raudales. Los relámpagos alumbraban el bosque dándole una imagen tenebrosa. Aquello parecía el fin del mundo. Los niños, completamente asustado, cohibidos, salieron corriendo. No pensando en el más pequeño que estaba subido a un árbol, muerto de espanto. Llamaba a sus amigos con todas las fuerzas que era capaz, pero ellos, obsesionados por escaparse de aquel infierno, no se percataron de la difícil situación que sufría el más pequeño del grupo. Solo pensaban en salir de allí cuanto antes, sin importarles la suerte que podía correr su amigo que, asustado, intentaba bajarse del árbol. Pero era tal el pánico que sentía que no conseguía moverse. Por fin, al cabo de un rato, la tormenta se fue disipando y desapareciendo por detrás de  las montañas que había a la derecha del bosque. El niño decidió bajar. Cuando había conseguido deslizarse dos metros, de pronto, resbaló y cayó del árbol. Quedó en el suelo maltrecho y gimiendo. No se podía mover. Como pudo, se arrastró y apoyó su dolorida espalda contra el árbol que tan mala pasada le había jugado. Así, sin poderse moverse, estuvo un largo tiempo tendido en el suelo.
Sus amigos, asustados, llegaron al pueblo, viendo que faltaba el más pequeño, pero era tanto el pánico que les invadía que optaron por no decir nada de lo sucedido en casa. Entretanto, los padres de Pablito estaban muy preocupados. El niño alguna vez había llegado tarde, pero dadas las condiciones atmosféricas que habían padecido aquella tarde por la inesperada tormenta, les asusto la idea que le hubiera ocurrido algo malo. Decidieron ir a casa de los amigos habituales del niño.
Entre tanto Pablito había quedado al pie del árbol extenuado, dolorido y contusionado. La lluvia, que le había empapado hasta los huesos hacía rato había cesado, pero él no paraba de gemir. De pronto, vio que alguien se acercaba. ¡Cuál sería su sorpresa al comprobar quién se acercaba¡ No daba crédito a sus ojos. “¿Estaré viendo visiones”?, se preguntaba al comprobar que  la mendiga que tantas veces habían torturado con sus juegos y diabluras se acercaba a él. Estaba asustado, pensaba, “¿Qué me hará? Me meterá en un pozo y me dejará morir por todo lo que le hemos hecho. Pagaré por todos”.
La señora se le acercó y le dijo, “No temas, vengo a ayudarte. Te sacaré de aquí. Ten confianza en mí, no te haré ningún daño”. El niño, un poco más tranquilo, permitió que lo cogiera en brazos. La señora, no sin dificultades, consiguió sacarlo. Como buenamente pudo, lo llevó a su choza, que no estaba lejos. Le miró la pierna que tenia rota, maltrecha. Puso un ungüento de hierbas que ella conocía y una madera a lo largo de la pierna. Se la  lio con un trapo y una cuerda para inmovilizársela.
Entre tanto, los amígos contaron a sus padres lo que había sucedido. La noche ya estaba desapareciendo, dando paso a una semiclaridad que pronto seguiría aumentando. Formaron un grupo de vecinos acompañados de los niños. Fueron al bosque donde habían estado jugando la tarde anterior. Todos iban gritando ¡Pablo¡ ¡Pablito! El bosque había quedado mal parado. Árboles caídos por doquier. La expedición iba exhausta. Se fueron acercando a la cabaña de la anciana que al sentir voces salió de su choza y les dijo, “Venid, acercaos, no sufráis  por el niño que está bien”. Los vecinos le preguntan con tono despectivo,
- ¿Tú cómo lo sabes abuela?
- Lo rescaté del bosque, pero no temáis por él. Con un tiempo de reposo quedará bien y la pierna sanará.
Todos entraron en tromba en la choza. Se lo encontraron tumbado en una cama vieja y destartalada  que la anciana le había preparado a costa de dormir ella en el suelo.

Cogieron al niño y a la anciana. Se los llevaron al pueblo. El niño en poco tiempo sanó. La anciana, entre todo el pueblo, le habilitaron una casa vieja que había abandonada. Todos  se volcaron con ella. Los niños nunca más se mofaron. Llegó a ser muy querida en aquel pueblo donde tan desgraciada se había sentido. Nunca más pasó necesidades. Vivió feliz entre aquellas personas por el resto de sus días.
Aquellos niños aprendieron la lección, y aunque se hicieron adultos, cuando tenían ocasión, visitaban a la abuela que aquel día demostró estar llena de bondad y tener un gran corazón.

AGUSTÍN RUEDA MOLINERO, 25/4/2009

1 comentario:

  1. Aunque ya te la había escuchado, me he recreado en volverla a leer.
    Te felicito.
    Manuela

    ResponderEliminar