jueves, 3 de septiembre de 2009

¡CANTA, MIGUELITO!

En Sevilla, la ciudad de la Giralda, la de la Torre del Oro, a orillas de Wad-el-Kebir, el gran río, la ciudad que da nombre a sus calles y plazas con legión interminable de santos y santas para vanagloria de sus moradores. Aquella mañana tibia del otoño de 1948 marcó un hito en la vida de dos niños de cuatro años que vivieron el epílogo de una guerra fratricida, transcurrida una década atrás.
A Miguel y a Francisco los llevaban aquel día cogidos de la mano por las tortuosas calles de Sevilla, camino de un destino inimaginable para ambos. Al uno lo llevaba su padre, al otro, su abuela, y, cuando después de un cansino deambular, los cuatro personajes confluían a las puertas del orfanato, punto final del recorrido, en el tiempo quedó aquella instantánea de los dos niños mirándose atónitos cara a cara.

¿Por qué llora este niño? ¿Por qué tiene tanta pena?, se preguntaba Miguel; y cuando irguió la cabeza esperando de su padre alguna respuesta, éste ya había desaparecido frente a él permanecía Francisco, asido con firmeza a la mano de su abuela; dos turbios lagrimones temblaban en sus ojos. El dramatismo de aquella instantánea acabó cuando, de repente, el director de aquel centro siniestro, poniendo fin a la patética escena, conminaba a la abuela a marchar de allí, y con voz y ademanes hinchados de mandato, señalaba la puerta de salida a la afligida anciana, ante el desconsuelo del pequeño Francisco.

Una lenta salmodia de llantos y penas comenzaba para ambos niños a la edad de cuatro años. Cuando un niño dice que ya no tiene amparo, ni besos ni caricias, quiere decir, que ya no tiene madre.

Y nada fue lo que debió ser a partir de entonces. Miguel y Francisco pasaron a ser fríos números en el tétrico organigrama del orfanato. A Miguel le asignaron el número 30 y a Francisco el número 51, pasando ambos a engrosar una larga lista de niños expósitos, muchos de ellos hijos de padre importante, persona de orden, capitoste tal, gerifalte cual, personajes, en fin, todos adictos al Régimen, con adhesión inquebrantable. La ciudad, a extramuros, quedaba sumida en su letargo sempiterno. Wad-el-Kebir, el padre río portador de amarguras, continuaba incansable su camino hacia el mar.

Miguel no era hijo de algún capitoste adicto al bando vencedor, sino de un joven sargento, viudo y expulsado del Ejército por indisciplina castrense, según la jerga de militar. Al verse sin trabajo, sin casa y sin pan para él y para su retoño, decidió dejar a éste en el hospicio, anhelando en su corazón que quedase bien, al amparo de aquellas monjitas.

Y en esta situación de abandono y obligada renuncia quedó el pequeño, sin otra identidad que el número 30, y en su mente y en sus recuerdos tan solo quedó, como un vago recuerdo, una porción de canciones de cuna.

¡Canta, Miguelito! Con tu sonrisa triste… Esta noche habrá sopa de ajos. Mañana, Dios dirá. Y las amorosas canciones que aprendiera de su madre se las cantaba ahora a otros niños desheredados como él, mal vestidos y mal calzados, que le escuchaban sorprendidos y ateridos de frío. Eran tiempos de pan duro, frío y sabañones; y en aquel gélido ambiente iniciaban todos la marcha imparable hacia la pubertad.

Fue a finales de los 50 cuando el poder represor de los vencedores decidió acerca del futuro de Miguel y Francisco, poniendo a los dos bajo la tutela de los sacerdotes salesianos, y éstos, fidelísimos garantes del perpetuo adoctrinamiento en la “Formación del Espíritu Nacional” se encargaron, cumplidamente, de que así fuera.

Abundaba en el ambiente del nuevo orfanato el tufillo melifluo del fundamentalismo religioso. Las misas diarias, las novenas, los trisagios, los vía crucis e indulgencias, constituían las armas eficaces, con las que se pretendía mantener a raya la naciente concupiscencia de los jóvenes. Paradójicamente, éstos, a menudo tenían que evadirse ante los avances lascivos de algún mal ungido sacerdote. Y que nadie se permitiera ningún devaneo mental que lo apartase del férreo y sectario dogmatismo. Si alguno anteponía la razón a la fe, quedaba irremisiblemente condenado al ostracismo y al averno. Lo dijo Goebbels: “Una falsedad repetida miles de veces, acaba convirtiéndose en una verdad”. La contundente sentencia del siniestro personaje, ya la habían aprehendido y hecho suya los salesianos desde hacía largo tiempo.

Miguel y Francisco, que no comulgaban ni en misa ni con determinados postulados, fueron señalados por ello, desdeñosamente, con los apodos de El Solitario y El Resentido, respectivamente. La vena sádica de algunos curas se manifestaba con frecuencia, recordando a los internos que debían su manutención a la caridad pública. Maestros, como eran, hurgando en viejas heridas, solían divertirse preguntando a alguno sobre el paradero de su padre. Ante el duelo, la pena y el derrumbe anímico de la víctima, ellos reían, y reían muy alegres y contentos.


La libertad, como bien dijo Cervantes, es el bien más preciado. Para Miguel, muy principalmente, lo era la libertad de pensamiento. Por ello, dentro de su ínfima parcela de libertad, pensó lo que quiso pensar e hizo lo que pudo hacer. No llegó a ser un buen monaguillo. Eludiendo, siempre que podía, ayudar a decir misa, durante el cansino transcurrir de las ceremonias religiosas, transformaba en su mente la negra realidad con las fantasías propias de su juventud. Leía a escondidas todos los libros prohibidos que caían en sus manos. Y un día, hallándose enfrascado en la lectura de una novela del escritor francés Guy de Maupassant, proscrito y repudiado, como tantos otros, de repente, sintió sobre su cuerpo una lluvia de golpes que lo dejaron seriamente magullado; al volverse, maltrecho y atónito, vio a un sujeto de negra sotana, que junto a él, mascullaba, iracundo, terribles anatemas. Como un Torquemada redivivo, aquel ser colérico, carente de escrúpulos, ahogaba en su rabia la piedad bendita.”Dies irae, dies illa”….”De profundis clamavi ad te Domine “….

Miguel, con el alma y el cuerpo lacerados, escaló como pudo la tapia de aquel centro siniestro y, renqueante, aquel mismo día escogió la libertad. Se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a la vida, con sus diecisiete años floridos. Aquel sacerdote, estrábico y retaco, era para él un alfeñique. Podría haberlo hartado de mojicones. Derribarlo, incluso, de un coscorrón.

Para entonces, los dioses felices, a los que a veces el dolor humano a piedad les mueve, ya habían decidido el futuro de sus dos hijos. Francisco, aquel pequeño desamparado a las puertas del Orfanato, con un turbión de lágrimas velando sus ojos, se había convertido en un animoso joven que, siguiendo el dictado de su corazón generoso, plantaba cara a la vida con gran valentía; y el benéfico Hermes dotó al muchacho de una agilidad mental y una inteligencia tales que, en pocos años, Francisco terminaba brillantemente la carrera de ingeniero, figurando con su nombre y apellidos en el BOE., tal como era preceptivo y de ley en aquellos años.

El Resentido, ahora miraba a los salesianos con meditada insolencia. Brillaba en sus ojos la inteligencia con insultante altivez, y sin la menor simpatía hacia ellos. Ahí estaba él, Francisco, el agnóstico, el magnífico ingeniero…¿No era éste tan solo uno más de la cosecha de niños no deseados que en la posguerra parió aquella España doliente?


Como produce estancamiento insano
si es duradera la apacible calma,
amo la tempestad embravecida,
que esparce los efluvios de la vida,
al romper en los cielos y en el alma.

Y Francisco, para alivio de sus tutores, un buen día decidió emigrar a Sudamérica; a la lejana Argentina, la región de los gauchos, los buenos jinetes. Allá, en lo ignoto, se perdió su huella. Pero el tiempo iba a demostrar que el vínculo de la amistad, como un puente que une a las almas, no iba a romperse con Miguel, su compañero de infortunio.

Este, por su parte, había conseguido realizar parte de sus sueños, en dura lucha con la vida. Después de tanto tiempo, había recuperado el concepto, ya olvidado, de un hogar y una familia; había aprendido a distinguir del amor profano al amor verdadero. Sabía ya leer en el corazón de los hombres. Miguel, como ya dijera Neruda, confesaba haber vivido, había vivido y también había aprendido. El mundo es “ansí” proclamaba con terrible rotundidad el vasco Pío Baroja: todo es crueldad, injusticia, dolor….

El mundo es así… Sin embargo, ahora instalado en la permanente dulzura de vivir en paz, Miguel estaba convencido de que aún habría esperanza para los seres humanos. Los hombres, según Maquiavelo, obran el mal, a menos que la necesidad los obligue a obrar el bien. Si esto es así, meditaba él, la Humanidad podrá sobrevivir; aunque deba coexistir con el miedo como compañero inseparable.

También era consciente de que, a sus 60 años, se iniciaba lenta e inexorable, la marcha hacia atrás que, como a todos los seres, debería conducirlo hacia un destino que ni temía ni deseaba. Aceptaba, pues, y aguardaría sereno, lo que para él hubieran decretado el Destino y las Parcas.

Había retomado, al fin, la lectura de “El Collar”, aquella novela del proscrito Guy de Maupassant, y pudo comprobar con indignación que, en su contenido, nada había que atentase contra la moral y las buenas costumbres; ni siquiera las de aquella época, y muchísimo menos, que justificase la agresión de la que fue objeto por parte de aquel demente.

Un día, hallándose enfrascado en la lectura, recibió una llamada telefónica que lo dejó algo perplejo. Al otro lado de la línea se oyó una voz, vagamente conocida. Aquella voz tenía un marcado acento argentino:

- Che, ¡Miguelito! Soy Francisco Ballesteros. Ya estoy de vuelta.
- ¡El número 51! exclamó Miguel, sorprendido.
- Y tú, el número 30, rió Francisco, con emoción contenida. Me pasé 40 años en la Argentina. Allí conocí a Rosario, con la que me casé, a los 50 años. Tenemos cuatro hijos…. Che, Miguelito, la libido se me despertó demasiado tarde…..
- Pues a mí se me despertó antes de tiempo. Creo que ya nací presentando armas…..
- ¿Aún recuerdas las canciones de tu madre?
- Las recuerdo todas, como la recuerdo a ella. Murió cuando yo a tres años. No pude llevarle flores.
- ¿Por qué llorabas aquel día, cogido de la mano de tu abuela?
- Porque era consciente de que me iban a encerrar.
- Todo fue como un cólico miserere, ¿no?

Miserere mei Domine……


POST SCRIPTUM

Miguel Ramos, el número 30 de tiempos atrás, es consciente, asume y da por hecho, que el estrábico Torquemada, verdugo e inquisidor, jamás rendirá cuentas ante la Sociedad, por sus muchas bellaquerías. Las cometió en un tiempo en el que el país padecía de algo tan maligno y devastador como una dictadura.

Francisco Ballesteros, el número 51, regresó a España, triunfador, a la edad de 60 años. Con él vino Rosario, su mujer, excelente y jovencísima, más cuatro hijos, como soles, que tuvieron en la Argentina:

Jesús de María, 10 años,
Francisco de Jesús, 9 años,
Ariel de María, 7 años,
Fátima de los Ángeles, 4 años.

¡Todo un regalo de los dioses!
Miguel Ramos

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