viernes, 4 de septiembre de 2009

RECUERDOS DE LA INFANCIA

Yo nací cinco años después de que finalizara la guerra civil en España. El país estaba en bancarrota y había sido excluido del Plan Marshall. Corrían malos tiempos para grandes y pequeños. A todos por igual nos alcanzaba aquella época de privaciones y de carestía.
Pero los niños de mi generación, a los que nos tocó en suerte vivir en aquella época, éramos felices a nuestra manera. Echando mano de nuestra imaginación, suplimos la falta de juguetes con que entretenernos, inventándonos juegos a cuales más inverosímiles. Y así, en aquel centro de acogida, donde nos encontrábamos recluidos muchos como yo, a falta de juguetes, lo habitual era ocupar nuestro tiempo persiguiendo gatos, machacando moscas y hormigas o destripando atónitas lagartijas. En nuestra imaginación, gatos, ratas e insectos eran como la hueste demoníaca. Todo bicho viviente que se moviera se convertía en objetivo sobre el que descargar un puntapié o aplastar bajo nuestras sandalias, de modo inmisericorde. Éramos, en nuestra imaginación, feroces guerreros y teníamos a nuestro enemigo en aquella fauna: ratas, ratones, moscas y avispas. Ella era la hueste infernal a la que había que eliminar. Con regularidad, cuando estábamos en clase, el celador se presentaba, ratonera en mano, solicitando voluntarios para ajusticiar la prisionera que llevaba. Aquello constituía todo un acontecimiento. La seráfica monjita que impartía la clase, ante ese evento irresistible para nosotros, daba su bendición y su consentimiento para que partiésemos a la cruzada. Después, el celador depositaba la ratonera en el centro del patio y nos colocaba alrededor de la jaula-trampa gritando como un general en medio del fragor de la batalla: “¡¡ Mantened la posición!! Qué nadie de un solo paso antes de que la suelte!” La ejecución no solía durar más de un minuto. Se abría la puerta de la ratonera y como una exhalación salía Ratatuille buscando una vía de escape; vano empeño el suyo; Alea iacta est… La suerte estaba echada. Y Ratatuille, como de costumbre, en medio de un bosque de piernas infantiles, perecía de inmediato, pateada en las filas primeras.
Pero todo eso pasó con el tiempo. Al fin, años más tarde, llegaron los yankees, con sus cargamentos de leche en polvo y sus quesos. Y con el tiempo, los niños al fin pudimos también disponer de balones de goma para jugar al fútbol. Cierto que los terribles balonazos recibidos de aquellas pelotas de goma, marca La Gaviota, dolían a rabiar. Pero pese a ello, era un placer patear aquel esférico de goma en lugar de darle un puntapié a una piedra o a cualquier bicho viviente.
Hoy en día, recordando aquella etapa de nuestra niñez, los amigos de la época, con los que sigo manteniendo contacto, recordamos, con asombro, las cosas con las que nos entreteníamos, y estamos muy de acuerdo en que los jóvenes de hoy, lo tienen casi todo, y no tienen la menor idea de las vivencias de sus padres y abuelos, que fueron niños también y que se conformaron con tan poco.
Miguel Ramos

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