jueves, 3 de septiembre de 2009

LA MONJA GUAPA

Serían las 12 de la madrugada en el reloj de la Iglesia de Santa Catalina. El tañido melancólico de las campanadas llegaba a las casas de los alrededores, aquella calurosa noche de verano, en Sevilla. En el Hogar de San Fernando, vetusto edificio del siglo XIX, todos los internos dormían. Hacía ya rato que el celador, fusta en mano, había finalizado la ronda, no sin antes comprobar que los más díscolos estuviesen dormidos y bien dormidos. Se había parado por unos instantes en un punto estratégico del gran salón-dormitorio, recorriendo, con la mirada amenazadora, los camastros donde dormían unos cien niños acogidos a la caridad pública, en el llamado Hogar de San Fernando de Sevilla. Luego, siguiendo con la rutina de su función, viró sobre sus talones y se dirigió hacia otros dormitorios colindantes, mascullando algo entre dientes. Miguel lo vio alejarse y contuvo la respiración hasta verlo desaparecer. Respiró aliviado. Ahora, solo le quedaba esperar a que se abriera la minúscula puerta que había a unos veinte pasos a la derecha de su cama. Pronto se abriría para dar paso a la monja que haría la última ronda, esta vez, para comprobar que todos los niños estuviesen ya dormidos, guardando además la compostura, durmiendo decorosamente. “El niño -decía la reverenda madre superiora- deberá entregarse al sueño siempre boca arriba, con las manitas juntas, preferentemente cruzadas sobre el pecho, como un santito.”

El interno Miguel, bien despierto, con la vista fija en el techo del vetusto salón-dormitorio, observaba los movimientos de las lagartijas que se movían en cortos y rápidos desplazamientos cerca de la bombilla. La caza de todo insecto volador que rondase atraído por la mortecina luz eléctrica había comenzado.

” Esta noche, la hermana nueva quizá haga la última ronda. Si es así, en cuanto la vea aparecer por esa puerta, voy a retirar esta sábana y fingiré que estoy dormido en una postura rara y estrafalaria. Entonces vendrá hasta mi cama; me moverá de manera que me quede como a ella le gusta, me dará a besar el crucifijo que le cuelga de la cadera y me arropará con mimo.”

En su mente de chaval de doce años, se preguntaba qué le estaba pasando a él y a los otros desde que llegó al orfanato la hermana nueva. Hacía pocos meses que había llegado… De ella se decía que tenía 19 años y que era de Jaén…

Aquella misma tarde, precisamente, el grupete de los mayores del internado se había enzarzado en una discusión enconada sobre ella.

- ¿De qué color tiene los ojos la hermana nueva? -preguntaba José Manuel Velázquez.
- De color marrón chocolate - contestaba otro.
- No seas bestia, Aurelio. ¿No ves que sus ojos son de color miel? Fíjate sino en el color de la miel que nos ponen en el mendrugo de la cena y verás que es clavaíto al color de los suyos.
- Pues a mí - decía Miguel- me gusta toda ella. Sus ojos, su voz, sus manos, su olor, sus andares…¿ Habéis visto cómo mueve sus caderas?
- Sí, sí. Parece la Macarena vestida de monja. A mí también me gustan sus “calderas”- terciaba Jaramillo.
- ¿Sus calderas? ¿Te refieres, por un casual, a sor Gracia, la monja cocinera?
- Tú eres tonto, Miguelín -vociferaba José Ignacio- el ” Pipa”. La hermana nueva es una sierva del Señor y está casada con Él.¿No te das cuenta, impío, de que te vas a condenar? ¿Es que no ves que te vas a condenar?
- Bueno, pues entonces, justo antes de morirme, rezaré un Señormíojesucristo y me salvaré…
- No te servirá de nada. ¡Te condenarás¡ Ya lo dice el catecismo del padre Jerónimo de Ripalda…

Hacía pocos meses que había llegado…

- ¿Y qué habrá detrás de esa puerta, tan obscura?, Parece que ha quedado un poco abierta, porque se ve algo de luz…”El Pipa”, se va a ganar un buen coscorrón, un día de estos. Se lo anda buscando, que es un niño muy redicho y sabiondo; y también un aguafiestas…

El veterano ratoncillo de las madrugadas, asomando primero tímidamente los bigotes, iniciaba sus nocturnas correrías entre los camastros del salón. Había salido de su agujero, en la ruinosa pared, casi a ras de suelo. Se coló, de improviso, en uno de los pobres zapatos que yacían por el suelo y allí, a salvo de algún gato predador, permaneció un buen rato, confiado y seguro, sabedor de que nada debería temer del amo de esa prenda, pues ese interno lo había mirado siempre como a un buen y leal camarada. Una lechuza, visitante regular del salón-dormitorio, lanzó su grito lúgubre desde el alféizar de un ventanuco. Se oía también, sin intermitencia, el estridente chirriar de algunos grillos. Y los internos, menos Miguel, dormían plácidamente en el vetusto salón, ajenos e indiferentes al murmullo incesante de la fauna nocturna.

Cuando canta en el coro, su voz destaca sobre las demás voces…

- ¡Qué bien canta el Tamtum Ergo, el Magnificat, El Veni Creator Spiritu!

¡Y qué bien suena el latín en sus labios rojos… Tedeum laudamus, te Domine confitemor… Los soldados la piropean con descaro. Ella se ruboriza. Pero hay quien dice que es que se pone colorete en las mejillas.

Sigue encendida la luz detrás de esa puerta. Esta noche averiguaré de una vez, qué hay ahí detrás. A estas horas, ya no es probable que me pueda sorprender el Santóleo…

El celador, el Santóleo, que así le llamaban por mal nombre, solía amenazar siempre airado a los internos: “¡Niño, te voy a dar tal paliza que van a tener que darte los Santos óleos!.”

Pero Miguel ya lo había decidido. Deslizándose a gatas, había cubierto los veinte pasos que separaban su cama de la misteriosa puerta. Se atrevió a empujarla suavemente al tiempo que se incorporaba y al entreabrirla, miró al interior y quedó estupefacto. “¡Niño!, ¿qué haces ahí?”

¡La hermana nueva estaba allí y le observaba con aire severo. Al fin la había visto. Por pocos instantes, pero tal como siempre ansió verla. Vestía una túnica blanca; estaba de pie, mirándose complacida en el espejo minúsculo que sostenía en su mano izquierda, peinándose la espléndida cabellera rojiza.

La túnica blanca que llegaba hasta sus tobillos, daba a su esbelta figura un aire virginal. Estaba allí, igual que una Madonna. El interno la miraba arrobado… De nuevo dejó oír su voz, que ahora sonaba con una cadencia dulce, enloquecedora. “Pero, niño… ¿qué haces aquí…?”

Su rostro tenía una expresión de dulzura infinita. El interno la miraba embelesado… “Pero, niño…¿qué haces aquí…?” Recordó las fatídicas predicciones del Pipa; sus recriminaciones…. el juicio divinal…la condenación eterna… Por un instante, se le ocurrió adelantarse para besarle el crucifijo. Lo buscó con la vista entre los pliegues de la nívea túnica, allá en el lugar de donde habitualmente pendía sujeto a la cintura y no lo halló. No ocurriéndosele otra cosa, corrió a arrodillarse ante ella para besarle las manos y al tiempo que sus labios dejaban en su piel anacarada un beso fugaz, una voz estentórea sonó detrás de él, igual que un bramido:

-¡Niño, voy a darte tal paliza, que habrá que darte los santos óleos!.

Hierático, en el dintel de la puerta estaba el Santóleo mirándole torvamente. -¡José Acosta! ¡Ni se le ocurra hacer daño al muchacho! El chico ha llegado hasta aquí totalmente desorientado. Padece de sonambulismo, ¡pobrecillo!. La hermana nueva se enfrentaba a aquel individuo despótico y desalmado.

-¡Está bien! ¡En menos de un minuto quiero verlo dormido en su cama, boca arriba y con las manos juntas como un San Luis!.

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Muchos años después de que ocurriesen los hechos que se relatan en esta narración, en un pequeño pueblo de Cataluña, uno de tantos de la cuenca del río Llobregat, en Pallejà, reside un hombre que llegó hasta allí procedente de su tierra natal. El hombre, entre otros lugares cercanos a la gran urbe de Barcelona, ha escogido a este pueblo sencillo, cargado de historia, y ha decidido quedarse para amarlo y para morir en él cuando así lo decidan el Destino y las Parcas. Es una tarde de otoño y está sentado en un lugar apacible. El día es alegre y soleado. La buena gente del pueblo se saluda al encontrarse. Pero Miguel, que así se llama el hombre, está triste. Entre sus manos tiene una carta que desde Sevilla le ha enviado José Manuel Velázquez, un viejo amigo de la infancia. La ha leído ya varias veces. Está conmovido. Por esa carta ha sabido que Sor María Purificación, la monja guapa, ya no conoce a nadie, que Sor María Purificación está ingresada en un sanatorio mental y yace en una silla de ruedas, presa del alzheimer…

El que fuera niño desvalido muchos años atrás, y que ahora es hombre, reflexiona, medita, y llega a la conclusión de que en la corriente tumultuosa de la vida, el Destino lanza sus redes y asigna a cada ser, el papel que como actor ha de interpretar en una gran comedia.

A Sor María Purificación le fue asignado el papel siempre difícil de amor y de entrega hacia los demás y ella lo interpretó como en una pelea gozosa, en un medio hostil, en una época turbulenta. Y lo hizo tan bien que allá, en las alturas, ni siquiera entre los propios ángeles, habría alguno que pudiera imitarla.

Miguel Ramos

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