viernes, 4 de septiembre de 2009

RECUERDO DE MI PADRE DE LA MILI Y LA GUERRA DE MARRUECOS

El día once de agosto
del corriente veinticuatro
vino un telegrama a Soria
que fuéramos licenciados.

Sargentos y suboficiales
se reúnen en el cuartel
para tomar la residencia
de orden del coronel.

El diecisiete por la tarde
vino un parte a mayoría
que organice un batallón
que marchara a morería.

Tal desengaño sufrimos
al enterarnos del parte
que había soldado,
y no es cuento,
que maldecía su suerte.

El día dieciocho a las doce
por un toque de corneta
formamos en el batallón
con todo el equipo a cuestas.

Preparados para salir
y al punto de atención
el coronel en voz alta
mandó firme al batallón.

Y nos decía, “Soldados,
os ofrezco mi talento
confío en que seguiréis
la historia del regimiento”.

Los sargentos y oficiales
clamaban al alto cielo,
“Para que Dios nos ayude
en la campaña de Maruecos”.

Con el corazón herido
y los nervios agitados
demostrábamos fiereza
como valientes soldados.

Desfilando por la calle,
como está prohibido hablar,
nos decíamos unos a otros,
“Valor y tranquilidad,
que Dios irá con nosotros
y la Virgen del Pilar”.

Contentos y emocionados
llegamos a la estación
porque íbamos a defender
a nuestra propia nación.

Desembarcamos en Cádiz
a la una de la mañana
y enseguida desfilamos
al cuartel de Santa Ana.

Allí estuvimos tres días
aguardando embarcación
hasta que vino el A Isleño
que era nuestro vapor.

Por fin llegamos al puerto
a embarcar en el A Isleño
y todos alegres cantamos
el himno del regimiento.

Todos contentos y ufanos
principiamos a embarcar
sin temer a los peligros
de la fiereza del mar.

Al tiempo de salir el barco
se oyeron dos granadinas
que tocaron las cornetas
en señal de despedida.

Hombres, mujeres y niños
todos con pena lloraban
y nos decían, “Pobres soldados,
cuando volveréis a España”.

El mar estaba sereno
y la marea muy baja
y el A Isleño en altos mares
con violencia navegaba.

Y por la falta de costumbre
de navegar en el charco
sin haber bebido vino
íbamos todos borrachos.

A las dos de la mañana
el A Isleño echó el ancla
y se le oyó al capitán,
“Está muy buena la barra”.

Asomó un remolcador
seguido de una barcaza
para sacarnos a tierra
que ha de ser la nueva patria.

Enseguida que salimos
nos forman y el general
pasó revista a la fuerza
que acabó de desembarcar.

Y nos decía, “Soldados,
cada vez que entréis en fuego
oísteis de centinela,
no olvidaréis el juramento
que prestáis a la bandera”.

Nos llevaron a la Cruz Roja
y allí tomamos el rancho
y descansamos un poco
antes de marchar al campo.

Nos forman y al desfilar
nos echan la bendición
para que tengamos suerte
con este moro traidor.

Salimos en camiones
directos al Tesenís
y en extensos barracones
nos quedamos a dormir.

Al día siguiente temprano
aunque era mucho el calor
continuamos la marcha
para ir a Bat el Sol.

Al pasar por Megaret
se quedó un destacamento
de veintinueve soldados
un oficial y un sargento.

En Rolba hicimos noche
por ser la marcha más larga
para llegar a Bat el Sol
que ya poco nos faltaba.

Continuamos la marcha
para llegar a Bat el Sol
y pronto vino la orden
de destacar el batallón.

La primera compañía
para Rolba le tocó,
tercera y ametralladoras
siguieron en Bat el Sol.

La segunda compañía
para el Tesenís marchaba
y en la Cavila de los Locos
les dieron una emboscada.

Y tal acierto tuvimos
recién venidos de España
que hicimos huir a los moros
con numerosas descargas.

Pero un día tomando el rancho
al capitán le dijeron
que salía destinado
a primera línea de fuego.

Al otro día salió la fuerza
para ocupar los destacamentos
de Ru Dic y Tasa Belda
y de Ros y Carciacero.

A pesar de ser muy triste
el estar en línea avanzada
nos pasábamos el tiempo
tanto o mejor que en la plaza.

El día cinco de septiembre
nos declararon la guerra
que estando de protección
mataron a un centinela.

Quién le iba a decir
a aquel pobre desgraciado
que a los dos días de llegar
iba a ser asesinado.

Cuando al teniente coronel
le dieron la novedad
juró en nombre de Dios
que se tenía que vengar.

El día seis por la mañana
salimos de protección
sin pensar que el enemigo
nos acechaba a traición.

Por el flanco de la izquierda
avanzaban dos guerrillas
a colocarse en la loma
donde fueron agredidas.

Se desbordó el enemigo
haciéndonos mucho fuego
y sin temerle a las balas
luchamos cuerpo a cuerpo.

Así que los moros vieron
relucir las bayonetas,
hubo moro que huyendo
perdió hasta las chancletas.

Al recoger los cadáveres
para echarlos en las camillas
hicimos un juramento
de vengarnos otro día.

Un cabo que estuvo a punto
de morir por un gumiazo
al dar un salto para atras
le dieron nueve balazos.

Qué santo lo libraría
de aquel preciso momento
que ninguna bala llegó
a rozarle en el pellejo.

Tres duros que en el bolsillo
de la guerrera guardaba
evitando que un pacazo
el pecho le atravesara.

Tan mal se puso la cosa
desde aquel día en adelante
que todos los días había fuego
y muchas veces de noche.

Pero había tanta costumbre
en sentir crujir los pacos
que los tiros de fusil
nos parecían cañonazos.

Haciéndole muchas bajas
diarias al enemigo
en vez de disminuir
cada día iba más crecido.

Para reunirse de noche
hacían varias candelas
y ya sabíamos que al otro día
atacaban con más fuerza.

Aunque estábamos muy pocos
para prestar el servicio
de la aguada y protección,
no nos dimos por vencidos.

Pero un día como de costumbre
salimos a hacer la aguada
y el enemigo se opuso
a que ninguno bajara.

Después de estar todo el día
resistiéndonos con ellos
salimos con muchas bajas
y algunos prisioneros.

Tanto era el enemigo
que en el arroyo aguardaba
que ya nos era imposible
el poder hacer la aguada.

Hasta entonces no sabíamos
lo que era padecer
que preferíamos morir
acosados por la sed.

Salíamos como culebras
arrastrados por las matas
y aunque nos hacían fuego
nosotros bebíamos agua.

El señor coronel Prat,
que era el jefe del sector,
recibió un telegrama
que bien caro nos salió.

El telegrama decía
en muy poquitas palabras
que toda la línea de fuego
tenía que ser evacuada.

Con la fuerza que allí había
y una bandera del tercio
se organizo una columna
dispuesta a entrar en fuego.

Era el veintiséis de septiembre
y salíamos muy placenteros
a evacuar a Budín
a Ros y Carcia Cero.

Avanzaba la columna
por las cañadas y cerros
sin temerle al enemigo
que se mostraba tan fiero.

Cada vez que el coronel
miraba por el anteojo
veía que el enemigo
se hacía más numeroso.

Qué descargas tan cerradas
soltaban los batallones
para poder conseguir
retirar las posiciones.

Quedando el campo cubierto
de moros pataleando
y los regulares y el tercio
con violencia descargando.

El desastre de aquel día
no lo quisiera contar
que morían los soldados
implorando caridad.

Se oían multitud de heridos
llamando a su padre y madre
y a voces pedían agua
por la falta de la sangre.

A otros se les oía
llamar a su compañero
para que le diera un tiro
antes de ser prisionero.

Viendo el coronel
los grupos del enemigo
que aumentaban
le dijo a su ayudante
que ordenara la retirada.

Al regresar la columna
sin contar con los heridos
vimos que en retirada
quinientos se habían perdido.

El veintinueve de septiembre
siendo un día tan señalado
se propuso el enemigo
a dejarnos ya sitiados.

Se aprovechan de esos días
llevados por la creencia
que el español es beato
y en esos días no pelea.

Aunque era mucho el peligro
que a todos nos esperaba
nos hacía estar alegres
el recuerdo de la patria.

Todos dormíamos vestidos
y con el correaje puesto
para en caso de atacar
ponernos al parapeto.

Teníamos que prohibirnos
salir fuera de la alambrada
porque en el cerrillo de enfrente
tenían la guardia montada.

Y de noche se reunían
aullando como las fieras
y se pasaban los días
metidos en las trincheras.

Con un sorbo de té
y una chupada de kifi
se ponen a paquear
y cualquiera los resiste.

Cuando estábamos reunidos
en las tiendas de campaña
hablábamos de la situación
que tan mal se presentaba.

Unos decían con pena,
“El pan ya se nos ha acabado,
la comida disminuye
y el hambre amenazando”.

Otros fingían dormir
para distraer el hambre
y encontraban medicina
pensando en su padre y madre.

En nuestro vientre las tripas
se movían por el aire
y sentíamos que las chicas
comían a las grandes.

El teniente coronel
viendo el cuento mal parado
se puso el agua a ración
a oficiales y soldados.

De un depósito que había
dentro de la protección
nos daban todos los días
una pequeña ración.

Así pasaron los días
para todos los soldados
esperando la noticia
de poder ser licenciados.

Nos invadía la tristeza
a todas las compañías
por tener falta de agua,
mucha escasez de comida.

De los ribazos del monte
salían moros a porrillos
como si fueran hormigas
que se meten en sus casillas.

Y le pedíamos a Dios
la ocasión para matarlos
prefiriendo no comer
pero verlos derribados.

Así llego nuestra hora
que la guerra terminara
y regresamos a España
dando cuenta de las bajas.

Escrito por Antonio Morales Muñoz;
posiblemente entre 1922 y 1924.

Ha sido copiado por su hijo de una libreta de recuerdos.
Así lo consta y lo firma
José Manuel Morales Alonso, El Cristo, en Pallejà

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